Titular de la cátedra
McCormick de Filosofía del Derecho de la Universidad de Princeton, Estados
Unidos. Director del James Madison Program in American
Ideals and Institutions en la misma casa de estudios.
La idea de que los seres humanos son personas
no-corporales que habitan cuerpos no-personales nunca termina de desaparecer.
Aunque las corrientes predominantes del Judaísmo y del Cristianismo la han
rechazado hace ya mucho tiempo, lo que a veces se describe como el dualismo del
«cuerpo y el yo» ha vuelto con sed de venganza, y sus seguidores son legión. Ya
sea en los tribunales de justicia, en los campus universitarios, o en las mesas
de directorios corporativos, ella sustenta y da forma al individualismo
expresivista y al liberalismo social que se encuentra en alza.
El rechazo de la Cristiandad al dualismo del
cuerpo y el yo se constituyó como la respuesta al desafío planteado a la
ortodoxia por parte de aquello que fuera conocido como «gnosticismo». El
gnosticismo se componía de una variedad de ideologías; algunas ascéticas, y
otras directamente opuestas. Lo que tenían en común era el entendimiento del
ser humano –una antropología– que dividía marcadamente lo material y corporal
por una parte, y lo espiritual, mental o afectivo, por la otra. Para los
gnósticos, era lo inmaterial, lo mental o lo afectivo lo que en última
instancia importa. Aplicado a la persona humana, esto significa que lo material
o corporal resulta ser inferior; si es que no se trata de una prisión de la
cual se debe buscar escapar, cuando mucho sería un mero instrumento para ser
manipulado a fin de servir a los objetivos o fines de la «persona», entendida
como el espíritu, la mente o la psique. El yo es una sustancia espiritual o
mental; el cuerpo, un vehículo meramente material. Tu y yo, en cuanto personas,
nos identificamos completamente con el espíritu, mente o psique, y no nos
identificamos de forma alguna (o cuando mucho en una forma altamente atenuada)
con el cuerpo que ocupamos (o con el que de alguna forma «estamos asociados») y
usamos.
Contra este dualismo, la posición anti-gnóstica
afirma una concepción de la persona humana como una unidad dinámica: un cuerpo
personal, un yo corporal. Esta visión contraria al gnosticismo se encuentra a
lo largo de toda la escritura hebraica y de las enseñanzas cristianas. Esto no
implica sugerir que la doctrina cristiana descarte la concepción bajo la cual el
individuo es numéricamente idéntico con su alma inmaterial. Los pensadores
cristianos contemporáneos se encuentran divididos sobre la cuestión de si el
alma separada del cuerpo es numéricamente distinta de la persona humana, o si
se trata de la misma persona en una forma radicalmente mutilada. Sí se tiene
acuerdo, sin embargo, sobre el punto esencial, que es que el cuerpo no es un
instrumento meramente extrínseco de la persona humana (o del «yo»), sino que
una parte integral de la realidad personal del ser humano. Cristo ha resucitado
corporalmente. Aristóteles, quien rompió con su maestro Platón sobre este
punto, defiende una forma de este «hilomorfismo», como se le ha denominado. Sin
negar la existencia del alma, afirma que la persona humana es un ser material
(aunque no exclusivamente material). Nosotros no ocupamos o habitamos nuestros
cuerpos. El cuerpo vivo, lejos de ser un vehículo o instrumento, es parte de
nuestra realidad personal. Así que, sin poder existir apartados de su alma, no
son inferiores a ella. El cuerpo comparte la dignidad personal; es un todo del
cual nuestra alma es la forma sustancial. La idea del alma como la forma
sustancial del cuerpo es la alternativa de la ortodoxia cristiana a la
concepción herética del alma como «el fantasma dentro de la maquina». Es
posible que separemos el cuerpo vivo del alma en nuestro análisis, pero no en
los hechos; somos compuestos de cuerpo y alma.
Así que somos animales; animales racionales, sin
duda, pero no mentes o intelectos puros. Nuestra identidad personal a través
del tiempo consiste en la persistencia de los organismos animales que somos. De
esto se sigue una proposición crucial: la persona humana comienza a ser al
mismo tiempo que el organismo humano, y sobrevive –como una persona– al menos hasta
que el organismo deja de ser. Y sin embargo, no somos animales brutos. Somos
animales de naturaleza racional, organizados desde un inicio para el
pensamiento conceptual, y para la deliberación práctica, el juicio y la
elección. Estos poderes intelectuales no son reducibles a pura materia. Las
creaturas que las poseen son capaces, con madurez y bajo condiciones
favorables, de captar caracteres inteligibles (y no solamente sensibles) de las
opciones de acción, y de responder a esas razones con elecciones que no están
determinadas por eventos antecedentes. No es que actuemos de forma arbitraria o
azarosa, sino que elegimos en base a juicios de valor que nos inclinan hacia
diferentes opciones sin obligarnos a esas opciones. No existe contradicción,
bajo la concepción hilomórfica, entre nuestra animalidad y nuestra
racionalidad. Si adoptamos la posición gnóstica, entonces los seres humanos
–miembros vivos de la especie humana– no son necesariamente personas, y algunos
humanos son no personas. Aquellos quienes se encuentran en las etapas
embrionarias, fetales o de temprana infancia no serían aún personas. Aquellos
quienes han perdido el ejercicio inmediato de ciertos poderes mentales –por
ejemplo, las víctimas de la demencia avanzada, los que se encuentran en estado
de coma prolongado o los mínimamente conscientes– habrían dejado ya de ser
personas. Y aquellos que padecen de discapacidades cognitivas congénitas
severas no serían ahora, nunca habrían sido, y nunca serán personas.
Las implicancias morales de esto son claras. Es
la vida personal la que nos da razones para afirmarla como inviolable y
protegerla de todo daño; en contraste, podemos legítimamente usar otras
criaturas para nuestros propósitos. Por lo mismo, quien se adscribe a la
concepción gnóstica y su antropología, que separa a la persona del cuerpo en la
forma que hemos descrito, verá facilitado el referirse a aquellos quienes
ostentan capacidades mentales subdesarrolladas, defectuosas o disminuidas, como
no-personas. Les parecerá más fácil justificar el aborto, el infanticidio, la
eutanasia para los impedidos cognitivos, y la producción, uso y destrucción de
embriones humanos para la investigación biomédica.
Bajo la misma premisa, tal antropología es la
que sustenta el rechazo del liberalismo social a la ética sexual y marital
tradicional y su concepción del matrimonio como una unión masculino-femenina.
Dicha concepción carece de sentido si el cuerpo es meramente un instrumento de
la persona, a fin de ser usado para satisfacer metas o fines subjetivos o
producir sentimientos deseables en la persona-sujeto-consciente. Si no somos
nuestros cuerpos, el matrimonio no puede involucrar en su esencia una unión de
una sola carne realizada por el hombre y la mujer, como lo sostienen las
tradiciones judías, cristianas y clásicas de la ética. Pues, si el cuerpo no es
parte de la realidad personal del ser humano, no puede existir nada moral o
humanamente importante de la unión «meramente biológica», fuera de sus efectos
psicológicos enteramente contingentes. El presuponer el dualismo del cuerpo y
del yo hace más difícil apreciar que el matrimonio es un bien humano natural
(pre-político e incluso pre-religioso) con su propia estructura objetiva. Si la
sexualidad es solamente un medio para nuestros fines subjetivos, ¿No significa
que ella es lo que sea que queramos que sea? ¿Cómo puede estar orientada a la
procreación o requerir exclusividad en forma permanente, por su propia
naturaleza?
Sólo podemos encontrar sentido en la concepción
del matrimonio como una unión de una sola carne si entendemos al cuerpo como
verdaderamente personal. Es entonces que podemos ver la unión biológica entre
un hombre y una mujer como una forma distintiva [y única] de unión entre dos
personas, la que es alcanzada, a la manera de la unión biológica de las partes
al interior de la persona, por medio de la coordinación hacia un fin corporal
único del todo. Para la pareja, ese fin es la reproducción. Su orientación
hacia la vida familiar tiene por lo mismo una significancia humana y moral, y no
«meramente biológica». Los cónyuges, en su unidad corporal, renuevan la unión
omnicomprensiva que es su matrimonio. Esta concepción, a su vez, nos ayuda a
captar el sentido del deseo natural y espontáneo de querer criar a los propios
hijos y la importancia normativa de comprometerse a hacerlo cada vez que ello
sea posible, incluso a un costo personal elevado. (Una madre desea que la
manden de la maternidad a su casa con el bebé que ella de hecho parió, y no con
uno que le fuera asignado al azar de la reserva de bebés nacidos durante su
estadía en el ala de maternidad). Este instinto refuerza una ética sexual
sensata, que especifica los requerimientos del amor conyugal y parental fiel;
una ética que parece carecer de sentido y ser hasta cruel a los ojos de liberales
sociales contemporáneos.
Para ellos, después de todo, lo que importa es
lo que sucede o se verifica en la mente o la consciencia, no en el cuerpo (o el
resto del cuerpo). La unidad personal verdadera, en la medida de que algo así
es siquiera posible, es una unidad al nivel afectivo, no al biológico. El «matrimonio»
tiende a ser visto y tenido, entonces, como una institución socialmente
construida que existe para facilitar los vínculos románticos y para proteger y
favorecer los variados sentimientos e intereses de la gente que formaliza esos
vínculos. No se trata de una sociedad conyugal en lo absoluto, sino de una
forma de compañerismo románticosexual o bien de una asociación doméstica. La
procreación y los niños son apenas contingentemente relacionados a ellas. No
hay ningún sentido, ni siquiera en términos indirectos, en que el matrimonio es
una asociación procreativa o una sociedad cuya estructura y normas reciban su
forma de la orientación inherente de nuestra naturaleza sexual a la procreación
y sustento de los niños. La concepción conyugal del matrimonio como una unión
del tipo que se realiza en plenitud natural por la generación y sustento de los
hijos en común se presenta como una idea ininteligible y hasta extravagante
para el neo-gnóstico.
En la misma línea, y de la forma en que el
liberalismo social presenta esta materia, el sexo en sí no es un aspecto
inherente del matrimonio o parte de su significado; la idea de la consumación
marital por medio de las relaciones sexuales también aparece como extraña. Así
como para los liberales sociales dos (o más) personas pueden tener sexo
perfectamente legítimo y valioso sin necesidad de estar casados el uno con el
otro, también sería el caso que dos (o más) personas pueden tener un matrimonio
perfectamente válido y completo sin tener relaciones sexuales. Se trataría
enteramente una cuestión de preferencias subjetivas. El juego sexual consensual
es valioso en la medida de que permite a los involucrados expresar sus
sentimientos deseados, como la afección, o bajo la misma medida, la dominación
o sumisión ante el otro. Pero si es el caso que no tienen deseo por ello, el
sexo carece de sentido incluso al interior de la relación matrimonial. Es
meramente incidental y por lo mismo opcional, como es opcional el ser o no
dueño de un auto, u optar por tener una cuenta corriente conjunta o separada.
La esencia del matrimonio es el compañerismo, no la noción sexual, y por
supuesto mucho menos la procreación.
Y todo esto explica, por supuesto, por qué la
ética liberal contemporánea apoya y patrocina el matrimonio entre personas del
mismo sexo. Incluso sugiere que el matrimonio puede existir entre tres o más
individuos en grupos poli-amorosos sexuales (o no sexuales). Dado que el
matrimonio se desenvuelve con prescindencia de la biología y se distingue por
su intensidad emocional y calidad –en atención a que la verdadera «persona» es
el yo consciente y sintiente– los «matrimonios» entre personas del mismo sexo y
los poli-amorosos son posibles y valiosos en la misma forma básica que la unión
conyugal entre el hombre y la mujer. Pues los compañeros en estas otras
agrupaciones también pueden sentir afecto los unos por los otros e incluso
creer que la calidad de su relación romántica se verá favorecida o estimulada
por el juego sexual mutuamente acordado (o por la inexistencia del mismo, según
sea el caso). Si esto sería en definitiva, la esencia del matrimonio, aquello
de lo que se trata, entonces negarles el estatus marital implica denegarles «igualdad
matrimonial».
Y sobre todo esto encontramos además el
transexualismo y el transgenerismo. Si somos compuestos de cuerpomente (o
cuerpo-alma) y no simplemente mentes (o almas) que habitan cuerpos materiales,
entonces el respeto por la persona exige respeto por el cuerpo, lo que descarta
las mutilaciones y otros ataques directos e intencionados contra la salud
humana. Esto significa que, excepto en casos extraordinariamente raros de
deformidades congénitas que llevan al extremo de la indeterminación, nuestra
masculinidad o femineidad [en cuanto pertenencia al conjunto macho o hembra] es
discernible a partir de nuestros cuerpos. El sexo se constituye a partir de
nuestra organización biológica básica en relación a nuestro funcionamiento
reproductivo; es una parte inherente de qué y quiénes somos. Cambiar el sexo es
una imposibilidad metafísica porque es una imposibilidad biológica. O al menos
extremadamente improbable. Es posible que resulte ser tecnológicamente factible
cambiar el sexo de un individuo humano en una etapa muy temprana del desarrollo
embrionario, ya sea por medio de la alteración del genoma o, en el caso de un
macho embrionario, por medio de la inducción de insensibilidad andrógina de
forma suficientemente temprana como para que el desarrollo sexual proceda como
lo haría si se tratara de una mujer genética. Pero, por supuesto, hacer esto
sería inmoral, pues involucraría una intervención corporal radical sin
consentimiento del afectado y con graves riesgos para su salud. Luego, los
cambios de sexo son biológicamente imposibles siempre que se hace cierto que el
cambiar las capacidades sexuales de una persona desde la raíz requeriría
revertir una multiplicidad de órganos y otras características sexuales que ya
se encuentran diferenciados sexualmente, al punto de que por hacerlo
terminaríamos con un organismo distinto de aquel con el que empezamos (y
sospecho que ese punto se alcanza cuanto menos en las etapas más tempranas
dentro del útero). Como ha argumentado Paul McHugh, desear el cambio del propio
sexo es una patología; un deseo de dejar de ser uno mismo y pasar a ser un
alguien distinto. No es por lo mismo desear el bien propio, sino que desear la
no- existencia propia de quien uno es. En contraste, la concepción liberal
considera que ninguna dimensión de nuestra identidad personal está
verdaderamente determinada por la biología. Si tú crees y sientes que eres una
mujer atrapada en el cuerpo de un hombre, entonces eres exactamente eso: una
mujer («transgénero»). Y por lo mismo puedes legítimamente describirte a ti mismo
como mujer, a pesar del hecho de que eres biológicamente hombre, y tomar
acciones concretas –incluso al punto de realizarte amputaciones y tratamientos
hormonales cruzados– para alcanzar la apariencia externa femenina,
especialmente dónde crees que el hacerlo te permitirá «sentirte» más plenamente
como mujer.
Esta forma de plantear el asunto va demasiado
lejos. ¿Qué es lo que está diciendo un individuo transgénero pre-operativo de «hombre-a-mujer»
cuando afirma que él «es en realidad una mujer» y que desea la cirugía para
confirmar ese hecho? No está diciendo que su sexo es femenino-hembra; eso es
obviamente falso al no ajustarse a la realidad material. Tampoco está diciendo
que su género es «mujer» o «femenino», incluso si concedemos que el género es
en parte o en todo una cuestión de autopresentación o apariencia social. Es
claramente falso el decir que este macho biológico es actualmente percibido
como una mujer. Él quiere ser percibido de esa forma. Pero la premisa para su
solicitud de cirugía es la afirmación del pre-operado de que es «en realidad
una mujer». Por lo mismo, ella debe ser previa. ¿A qué se refiere entonces? La
respuesta no puede ser su sentido interior. Eso de todas formas exigiría que
fuera su sentido interior de algo, en circunstancias de que parece que no
existe «algo» de lo cual pueda tener un sentido interior (pues aún no lo tiene
ni interior ni exteriormente, y desea tenerlo porque no lo tiene). Para el
neo-gnóstico, el cuerpo sirve al placer del yo-consciente, a quien está sujeto,
y por lo mismo las mutilaciones y otros procedimientos no presentan problemas
morales inherentes. Ni tampoco es contrario a la ética médica el realizarlos;
de hecho, puede ser para él contrario a la ética que un cirujano calificado se
rehúse a realizar tales procedimientos. Al mismo tiempo, el neognóstico insiste
que los cambios quirúrgicos e incluso los puramente cosméticos no son
necesarios para que un macho sea una mujer (o que una hembra sea un hombre). El
cuerpo y su apariencia no importan, excepto en un sentido instrumental. Dado
que tu cuerpo no es el verdadero «tu», tú sexo (biológico) e incluso tú
apariencia no tienen que estar necesariamente alineados con tu «identidad de
género». Tienes un derecho, se nos dice en la actualidad, a presentarte a ti mismo
de cualquier forma que sientas que eres. Y dado que los sentimientos,
incluyendo los sentimientos acerca de qué o quién eres, caben o se posicionan
en un espectro, y serían por lo demás fluidos, no nos encontraríamos limitados
a sólo dos posibilidades sobre la cuestión de nuestra identidad de género
(pueden de igual forma ser de un «género no conforme»), ni se estaría
permanentemente adherido o atado a un género en particular. Existen, por
ejemplo, los 56, 58, o más géneros reconocidos por Facebook, y es posible que
se encuentre al género cambiando a lo largo del tiempo, o de forma abrupta. Es
incluso posible que se cambie el género por medio de actos de la voluntad.
Puedes cambiar de género en forma temporal, por ejemplo, por razones políticas,
o de solidaridad con otros [o por conveniencia]. Por supuesto, la mayoría de
las observaciones aquí realizadas sobre el género pueden extenderse de igual
forma a la «orientación sexual», y la práctica de auto-identificarse en
términos del deseo sexual; un concepto y práctica bien servido por una
concepción del ser humano como una persona no-corporal que habita un cuerpo
no-personal.
La posición antidualista que ha sido
históricamente abrazada por Judíos y Cristianos (tanto en el Oriente como en el
Poniente, por Protestantes y Católicos) ha sido nuevamente articulada en forma
potente por el Papa Francisco:
«La aceptación de nuestros cuerpos como un
regalo de Dios es vital para dar la bienvenida y aceptar el mundo entero como
un regalo del Padre y nuestro hogar común, mientras que el pensar que
disfrutamos de un poder absoluto sobre nuestros propios cuerpos deviene, a
menudo en forma sutil, en el creer que disfrutamos de un poder absoluto sobre
la creación. Aprender a aceptar nuestros cuerpos, cuidarlos y respetar su
significado pleno, es un elemento esencial de una ecología humana genuina.
Asimismo, valorar la propia femineidad o masculinidad del cuerpo es necesario
si es que voy a ser capaz de reconocerme a mí mismo en el encuentro con otro
que es diferente. En esta forma podemos aceptar con gozo los regalos
específicos de otro hombre u otra mujer, la obra del Dios Creador, y encontrar
un enriquecimiento mutuo. No es una actitud sana aquella que busca ‘cancelar la
diferencia sexual porque ya no sabe cómo hacerle frente a la misma’».
El Papa, quien recientemente enfureció a los
defensores del liberalismo social al denunciar la práctica de enseñar a los
niños que su género es electivo y no dado como una cuestión vinculada a su sexo
biológico, no está realizando un ejercicio ocioso o de filosofía puramente
especulativa. Está respondiendo a un desafío concreto de la ortodoxia
cristiana, representado por el resurgimiento moderno de una antropología
filosófica contra la cual la Iglesia luchó en sus primeras batallas formativas
contra el gnosticismo. Él sabe que esta antropología en sí se ha transformado
en nuestros días en una especie de ortodoxia –la ortodoxia de una forma
concreta de secularismo liberal a la que, siguiendo a Robert Bellah, me he
referido como «individualismo expresivista»– que ha procurado una posición de
dominación entre las élites culturales de Occidente. Ella presenta el sustento
metafísico de prácticas sociales y desafíos ideológicos en contra de los cuales
los Judíos ortodoxos y los fieles Cristianos (así como también muchos
musulmanes y tantos otros) se encuentran batallando al día de hoy: aborto,
infanticidio, eutanasia, liberación sexual, la redefinición del matrimonio, y
la ideología de género.
¿Hacemos bien en resistir? ¿Es posible que la
concepción dualista de la persona humana haya sido la correcta desde un inicio?
Tal vez es real que la persona no es su cuerpo, sino que simplemente lo habita
y que lo usa como un instrumento. Tal vez la persona real sí es el yo
consciente y sintiente, la psique, y el cuerpo es simplemente materia: la
maquina en la que reside el fantasma. Pensar así, sin embargo, exige ignorar el
hecho de que la totalidad de nuestra experiencia es la experiencia de ser
actores unificados. Nada nos da razón de suponer que nuestra experiencia es
ilusoria. Incluso si la posición del dualismo del cuerpo y el yo pudiera
cuadrarse en forma coherente –lo que dudo– de todas formas no tendríamos más
razones para creer en ella que las razones que tenemos para suponer que en este
preciso instante estamos soñando, o que somos prisioneros de la Matrix sin
saberlo.
Pero hay más. Consideremos la más común de las
experiencias humanas: el sentir (v.gr. oír o ver). Sentir es, obviamente, una
acción corporal realizada por un ser viviente. El agente que realiza el acto de
sentir es una creatura corporal, un animal. Pero es también claro que en los
seres humanos, en cuanto animales racionales, es uno y el mismo agente quien
conjuntamente siente y entiende o busca entender (por medio de una actividad mental)
que es lo que él o ella está sintiendo o percibiendo por los sentidos. El
agente que realiza el acto del entendimiento, por tanto, es un ente corporal, y
no una sustancia nocorporal usando el cuerpo como una especie de artefacto
cuasi-prostético. De no ser así, no seríamos nunca capaces de explicar la
comunicación o la conexión que existe entre la cosa que realiza el acto de
percibir o sentir y la cosa separada que realiza el acto de entender.
Para
ver el punto más claramente, permítanme invitarlos a considerar lo que están
haciendo en este preciso instante. Ustedes están percibiendo –viendo– palabras
en una hoja de papel o una pantalla. Y no solo están percibiendo, considerado
como el acto de recibir impresiones (una especie de dato) a través del medio de
la visión, sino que están entendiendo qué es lo que están percibiendo. Primero,
están entendiendo que lo que están viendo son palabras (y no, por ejemplo,
números o manchas o algo distinto), y segundo, están entendiendo que las
palabras en sí tienen un significado (tanto individualmente consideradas, como
cuando están junto a otras formando oraciones). Ahora, ¿qué exactamente es la
entidad –es decir, ustedes– que está simultáneamente realizando el acto de
percibir y entender? Y más precisamente, ¿se trata de una entidad o de dos? La
percepción o el acto de percibir es de hecho un acto corporal, pero ¿no es el
mismo actor (es decir, ustedes mismos en cuanto seres unificados) el que está
viendo las palabras y entendiendo que son palabras y qué significan? No tendría
sentido suponer que el cuerpo está realizando el acto de percibir y que la
mente, considerada como una sustancia ontológicamente separada y distinta del
cuerpo, está realizando el entendimiento. Por lo pronto, ello generaría una
regresión infinita de explicaciones en tratar de explicar adecuadamente la
relación existente entre las dos sustancias distintas y separadas. No seríamos
capaces de entender la idea de que ustedes están realizando el entendimiento,
pero que un instrumento que están usando –no ustedes mismos en cuanto agentes
únicos y unidos– está realizando las percepciones.
O consideren un caso simple de predicación
gramatical y de pensamiento. Se aproximan a su escritorio y juzgan que lo que
ven encima de él –esa cosa ahí– es una revista. Ese es un solo juicio, y ambas
partes del mismo (el sujeto y el predicado) deben tener un solo agente: un ser
que hace o realiza tanto el ver como el pensar, es decir, que ve aquella cosa
concreta y particular y que entiende la misma al aplicarle un concepto
abstracto (revista). ¿Cómo podría ser de otra forma? ¿Cómo podría ser que un
ser contuviera ambas partes unidas en un mismo acto de juicio –la imagen
sensorial y el concepto abstracto– sin estar ejerciendo al mismo tiempo las
capacidades sensoriales e intelectuales?
Más
aún, el agente que siente el particular –aquella cosa ahí– debe ser un animal,
esto es, un cuerpo con órganos perceptivos. Y la predicación que va con la
percepción es un acto personal; el agente que está aplicando un concepto universal
(revista) debe ser una persona. (Una creatura no racional, como un perro, bien
puede percibir, pero al carecer de la razón del tipo que permite o hace posible
la formación de conceptos universales, no podría entender que lo que está
percibiendo es una instancia particular de un universal.) Se sigue de esto que
el sujeto que realiza el acto de juicio –aquella cosa ahí es una revista– es un
ser, personal y animal. No somos dos entidades separadas. Ni es posible que la «persona»
sea plausiblemente una etapa en la vida del animal humano. Si fuera el caso,
después de todo, una diferencia categórica en el estatuto moral (persona vs. no
persona) estaría basada exclusivamente en una mera diferencia de grado (en vez
de ser una diferencia del tipo de cosa que el ser es), lo que es absurdo.
Nosotros somos, en todo momento de nuestra existencia como seres humanos,
yos-corporales y cuerpos personales.
En el plano del pensamiento moral y la práctica,
existen pocos proyectos más urgentes que el de recuperar la noción de sentido
común de la persona humana como una unidad dinámica; creaturas cuyos cuerpos
son partes de sus «yo», y no sólo instrumentos extrínsecos. El liberalismo
social contemporáneo descansa sobre un error, que es la trágica equivocación
detrás de tantos esfuerzos de justificar –e incluso de inmunizar de toda
crítica moral– actos y prácticas que son, en verdad, contrarios a nuestra
dignidad igual, inherente y profunda.
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Introducción a la Ideología de Género
Abril 2017
Ler em papel digital
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Introducción a la Ideología de Género
Abril 2017
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CONTENIDOS
➤ Prólogo
Cardenal Francisco Javier Errázuriz Ossa
Robert P. George
➤ Pronunciamientos Papales
➤ Pronunciamientos Papales
Tomás Henríquez · Hernán Corral
Conferencia Episcopal Venezolana
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EL CASO DE
ESPAÑA
Mons. Juan José Asenjo Pelegrina, Arzobispo de Sevilla.
Joaquín Mantecón Sancho, Catedrático de Derecho Eclesiástico del Estado, Facultad de Derecho, U.
de Cantabria.
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SEMANA
TEOLÓGICA PASTORAL 2017
Ver exposiciones de la semana teológica pastoral 2017: «Hombre y Mujer Dios los creo: Desafios actuales a la Antropologia Cristiana»
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